En Aragón la matanza o “matacía” del cerdo ha sido una de las tradiciones familiares más arraigadas. Aunque la sociedad de hoy, sobre todo la urbana, ya no contempla ciertas prácticas y los hábitos de consumo han cambiado mucho, todavía hay hogares en Aragón que la mantienen. Quizá ha cambiado la forma de ejecución, pero el objetivo es el mismo: llenar la despensa de las familias después de un día intenso de trabajo en convivencia. Se aplican entonces antiguos procesos y fórmulas caseras, con herramientas reconocibles que no faltaban en ningún hogar, para aprovechar cada una de las partes de un animal del que se dice que no hay nada malo. Salen lomos, chorizos, longanizas, morcillas, etc.
En realidad la matacía comenzaba con la compra del cerdo. Porque aunque había quien adquiría el animal ya crecido, con el tamaño y el peso justo para ser sacrificado, otras muchas familias preferían criarlo. Compraban su cerdo en las ferias de primavera, todavía en forma de lechón. Así no sólo se ahorraban un dinero, sino que podían controlar la alimentación y el proceso de engorde de lo que se iban a comer.
En el pasado había otras cosas a tener en cuenta antes de la matacía. Era importante apalabrar al matachín, ya que matar y despedazar adecuadamente a un cerdo de considerable tamaño nunca ha resultado fácil y, en cierta forma, “tiene su arte”. Además había que avisar al Ayuntamiento, pues lo normal era pagar un impuesto de pesos y medidas.
Lo habitual hoy en día es estar obligado a hacerlo en un matadero, con personas y material preparados para ello. Se impone la sanidad alimentaria, aunque hace muchos años que en las matacías tradicionales se daba cuenta al veterinario de la carne con muestras de partes escogidas. “La prueba” era otro paso convertido en costumbre. De hecho, el veredicto del facultativo, generalmente al mediodía, era el paso previo a empezar a comerse las primeras piezas del cerdo.